Había una vez, en un tranquilo pueblo rodeado de campos verdes, un gran dragón azul que vivía en una cueva. El dragón echaba fuego cada vez que rugía, lo que asustaba a todos los habitantes del pueblo.
Un día, un valiente niño llamado Leo decidió acercarse al dragón. Aunque tenía un poco de miedo, Leo sabía que algo debía estar mal con el dragón para que se comportara así. Leo caminó lentamente hacia la cueva y, con una voz suave, dijo: «Hola, dragón. ¿Por qué estás tan enojado?»
El dragón azul, con lágrimas en los ojos, respondió: «No estoy enojado, pequeño. Tengo una espina clavada en mi pata y me duele mucho. Cada vez que trato de caminar, me duele tanto que grito, y sin querer echo fuego.»
Leo se sintió muy triste por el dragón y decidió ayudarlo. Con mucho cuidado, se acercó a la enorme pata del dragón y vio la gran espina. «No te preocupes, dragón. Yo te ayudaré,» dijo Leo.
Con mucha valentía, Leo tomó la espina y la sacó de la pata del dragón. El dragón azul dejó de gritar y, en lugar de fuego, comenzó a sonreír. «¡Gracias, pequeño amigo! Ahora ya no me duele,» dijo el dragón.
Desde ese día, el dragón y Leo se hicieron grandes amigos. El dragón ya no asustaba al pueblo, y todos aprendieron que, a veces, los que parecen más temibles solo necesitan un poco de ayuda y comprensión.