Había una vez una pequeña tortuga llamada Tita, que vivía cerca de una gran montaña. Cada día, Tita veía cómo el sol salía por detrás de la montaña, pintando el cielo de hermosos colores.
Un día, decidió que quería ver ese hermoso amanecer desde lo más alto de la montaña. Tita sabía que no era rápida, pero estaba decidida. Así que, un día, muy temprano, comenzó su camino.
A lo largo del camino, Tita se encontró con un conejo que corría muy rápido.
—¿Adónde vas, Tita? —le preguntó el conejo.
—Voy a la cima de la montaña para ver el amanecer —respondió Tita con una sonrisa.
—¡Ja! Yo podría llegar en un abrir y cerrar de ojos —dijo el conejo, mientras saltaba muy rápido hacia la montaña.
Pero Tita no se preocupó y siguió caminando, paso a paso, con paciencia. Más adelante, se encontró con un ciervo que brincaba entre las rocas.
—¿Qué haces, Tita? —le preguntó el ciervo.
—Voy a la cima de la montaña para ver el amanecer —dijo Tita.
—Yo llegaré mucho antes que tú —se rió el ciervo, y con unos pocos saltos desapareció entre los árboles.
Pero Tita, tranquila, continuó su camino, sin prisa pero sin detenerse. Después, Tita vio un águila volando sobre su cabeza.
—¿Qué haces allá abajo, tortuguita? —gritó el águila desde el cielo.
—Voy a la cima de la montaña para ver el amanecer —contestó Tita.
—¡Yo ya he visto muchos amaneceres desde lo alto! —dijo el águila mientras volaba más alto aún.
A pesar de todo, Tita no se asustó. Sabía que no era rápida como el conejo, ágil como el ciervo ni podía volar como el águila, pero también sabía algo muy importante: no importaba lo rápido que fueran los demás, ella llegaría si seguía caminando.
Y así lo hizo. Paso a paso, con paciencia y cuidado, Tita llegó por fin a la cima de la montaña. Estaba cansada, pero cuando vio el amanecer, su corazón se llenó de alegría. Los colores del cielo eran aún más bonitos desde allí arriba, y supo que todo su esfuerzo había valido la pena.
Desde ese día, Tita siempre recordaba su aventura. Y cada vez que alguien se reía de ella por ser lenta, ella sonreía y pensaba: «No importa lo rápido que vayas, lo importante es no detenerse».
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